domingo, 15 de julio de 2007

Ricardo Lindo

Por aquí pasan las estrofas del aire


Por aquí pasan las estrofas del aire.
Por aquí pasaba un río.
Era lento y soñoliento y a ratos vertiginoso,
como una doncella dormida,
como un panal a mediodía.
Ahora pasa por aquí una calle
con almacenes y cafeterías.
Pasan por ella transeúntes como peces,
algunos vestidos de verde,
otros de rojo,
otros de gris,
señoras con carteras,
mendigos harapientos,
pidiendo una limosna bajo el oro del sol,
y pasan dos enamorados azules,
y pasa una pausada procesión bajo el sol.
Yo creo que esta calle se acuerda de cuando era un río
y pasaban por ella los cayucos,
yo creo que esta calle que recorren los labios
tiene una vocación de estrellas y de peces.
Guarda rostros amables,
rostros hoscos,
rostros tristes,
suaves rutas de buses,
y un amor infinito de grandes nubes blancas
que navegan sobre ella como si fueran barcos.
Tiene calmadas, lentas, horas de oro encendido,
vendedoras que venden en la acera
imágenes de yeso colorido,
y un largo canto rumoroso, un largo canto
de voces que recitan la ferviente cantinela del día.
Yo creo que esta calle
se acuerda de cuando era un río.

Un poema puede ser un espejo mágico: en la luz de las palabras la realidad descubre su verdad más profunda.

Influido tempranamente por Tagore y por los salmistas de la Biblia, Ricardo Lindo (El Salvador, 1947) ha moldeado una poética que refleja la fuente más profunda de la realidad salvadoreña. Intrigado por los historiantes, los grupos de teatro indígena que representan obras históricas que se remontan al período colonial, Lindo reconoció el punto de encuentro humano e histórico en el que se forjan nuevas identidades. Quien busque descubrir la identidad salvadoreña en el mestizaje racial encontrará demasiados cabos sueltos, pasajes teóricos sin una salida científica y puertas historicistas que se abren al mismo sitio de donde venimos. La arqueología de la identidad no está en los discursos, tal y como la poesía lo demuestra y lo ha demostrado por miles de años. Los signos sólo son puntos de acceso.

Llevado por sus propias intuiciones, Lindo descubre un mestizaje del espíritu en la representación de las obras arcaicas e inestables, anacrónicas y excéntricas de los historiantes, en las que se suman tradiciones literarias y estéticas españolas, orientales e indígenas. En sus cuentos y novelas, en su teatro y su poesía, la identidad, para Lindo, se concibe en la tensión entre la mimesis y la alteridad, es decir, entre las fuerzas de la apropiación y la imitación del otro y su cultura, y las fuerzas del reconocimiento fundamental de la diferencia del uno y del otro. De esta manera, el autor se aparta de los determinismos científicos e históricos. En sus bellas novelas Tierra y Oro, pan y ceniza, y en su obra teatral 400 ojos de agua, Lindo explora grandes eventos de la historia española y latinoamericana como encuentros cósmicos, tan caóticos como creativos, en los que confluyen tiempos históricos distintos y que producen y generan aún más alteridad, más diferencia y más diversidad en el imaginario humano.

“Por aquí pasan las estrofas del aire”, escrito en el punto más cruento de la guerra salvadoreña y publicado en 1985 como parte del libro Las monedas bajo la lluvia, es un poema que apunta hacia el paradigma central de la poética de Lindo. Sorprende, en una lectura inicial, la sencillez del lenguaje y de la estructura que soportan, sin embargo, un complejo movimiento de imágenes. Las primeras dos líneas dejan por sentado varias cosas: en primer lugar, el poema recurre a la comparación paralela de dos tiempos: una calle en la actualidad y en su pasado edénico “cuando era un río”. Al mismo tiempo, establece un contraste estilístico entre una imagen poética, “pasan las estrofas del aire”, que implica una escritura de los tiempos, y la declaración literal, “pasaba un río”. Pero en los dos versos siguientes, ocurre una síntesis de lo concreto y lo metafórico: el río era “lento y soñoliento y a ratos vertiginoso, / como una doncella dormida, / como un panal a mediodía”.

La confluencia de dos perspectivas, una literal y otra imaginativa, y de dos tiempos, el presente prosaico y un pasado recreado, convierten al poeta, en un primer acto, en un testigo del instante mismo en que se forjan los imaginarios de una cultura: “Ahora pasa por aquí una calle / con almacenes y cafeterías. / Pasan por ella transeúntes como peces, / […] / señoras con carteras, / mendigos harapientos, / pidiendo una limosna bajo el oro del sol, / y pasan dos enamorados azules, y pasa una pausada procesión bajo el sol”. Pero en un segundo acto, la visión del poeta se desborda y abre, para permitir que sea la calle misma la que asuma el nuevo paradigma generado por este encuentro de dos visiones: “Yo creo que esta calle se acuerda de cuando era un río / y pasaban por ella los cayucos, / yo creo que esta calle que recorren los labios / tiene una vocación de estrellas y de peces”.

La particular poética del autor no da lugar para que esta síntesis se reduzca a una poetización de la realidad. No se trata de recubrir la realidad visible con un manto de imágenes. Lo que el poeta logra es abrir, y dejar abierto, un canal por el que fluyen dos dimensiones. Así, el pasado y el presente, la realidad y la fantasía, lo concreto y lo deseado, el uno y el otro, tanto en el campo de la realidad como en el de la historia, se sustentan e iluminan mutuamente, llevándonos mucho más cerca de la condición dialéctica que forja y sostiene el paradigma de una identidad.


El poema de la semana es seleccionado y comentado por Jorge Ávalos


Para leer más

Página “oficial” de Ricardo Lindo

Sobre la novela “Tierra” de Ricardo Lindo

domingo, 8 de julio de 2007

Walt Whitman

Poema 11 del “Canto a mí mismo”

Veintiocho mocetones se bañan en el río.
Veintiocho mocetones, en cordial camaradería, se bañan en el río.
Y una mujer de veintiocho años, virgen y hermosa, vive solitaria.
Suya es la suntuosa mansión que se alza en la ribera,
y, espléndida y ricamente vestida, espía oculta tras los cortinajes del balcón.

¿Cuál de aquellos mocetones le gusta más?
¡Todos le parecen hermosos!
¿Adónde vais, señora?
Aunque seguís fija en vuestra atalaya,
yo os veo ahora chapotear en el agua.
Danzando y riendo ha entrado en el río una hermosa bañista.
Ellos no la ven,
pero ella los ve y los siente henchida de amor.
Brilla el agua en las barbas mojadas de los hombres,
corre por los cabellos largos
y como pequeños arroyos
pasa acariciando los cuerpos.
Una mano invisible pasa también acariciando temblorosa las sienes y los lomos.
Los muchachos flotan boca arriba con el vientre blanco combado bajo el sol,
sin saber quién los abraza y los aprieta,
quién resopla y se inclina sobre ellos,
suspensa y encorvada como un arco,
ni a quién salpican al golpear el agua con los brazos.


(Traducción de León Felipe)

Publicado por primera vez en 1855 como parte de la primera edición de Hojas de hierba, la obra magna del poeta estadounidense Walt Whitman (1819-1892), el “Canto a mí mismo” es una de las colecciones más visionarias de poesía de todos los tiempos. Whitman tenía 37 años en ese entonces, y sus poemas y cuentos sentimentales publicados hasta entonces no anticipaban el acto revolucionario que significaría Hojas de hierba. Tampoco había condiciones históricas o precedentes literarios significativos para la súbita irrupción de esta poesía tan libre, tan desbordante de personalidad y tan sensual, que rompía con las ataduras métricas de la tradición clásica.

Aunque Whitman podría haberse inspirado en la retórica bíblica, la versificación libre que él utilizó para escribir los poemas de Hojas de hierba representó un cambio radical, nunca antes visto. Si hay un ritmo en la poesía de Whitman, es el de las ideas, que pueden extenderse y atraer y enlazar grandes enumeraciones y motivos disímiles sin que el poema pierda coherencia. Se sabe que la musicalidad de algunos de sus poemas, como “La cuna que se mece sin fin” o los que conforman “Redobles de tambor”, están directamente influidos por la ópera italiana y por formas de la canción popular norteamericana, pero no de forma superficial, sino incorporando los esquemas estructurales de una composición musical.

El poema 11 del “Canto a mí mismo”, demuestra algunas de las mejores cualidades de la poesía de Whitman. Aquí está el radical verso libre y la sensualidad temática que lo caracteriza. Pero hay algo aún más moderno que lo separa del resto de sus contemporáneos. El motivo musical que le da unidad no es el tema en sí sino cómo éste es hilado por la visión amante y generosa del poeta. El plano visual que abre el poema, los veintiocho jóvenes bañándose en el río, son observados en realidad por una mujer de veintiocho años que los espía “tras los cortinajes de un balcón” ubicado en “la suntuosa mansión que se alza en la ribera”. La voz del poeta ha penetrado una conciencia callada y revela sus emociones más íntimas. Ella permanece fija en el balcón pero el poeta visualiza los desvaríos de su imaginación exaltada: “Danzando y riendo ha entrado en el río una hermosa bañista. / Ellos no la ven, / pero ella los ve y los siente henchida de amor”.

Es así como un poema realista se transforma sin quiebre alguno en una exploración fantástica, pero sin perder su sentido de realidad. Esto es así porque el intenso erotismo está trazado con imágenes muy específicas que trazan los contornos del acto sexual: “Una mano invisible pasa también acariciando temblorosa las sienes y los lomos. / Los muchachos flotan boca arriba con el vientre blanco combado bajo el sol, / sin saber quién los abraza y los aprieta, / quién resopla y se inclina sobre ellos, / suspensa y encorvada como un arco”. La coincidencia de que los veintiocho años de la mujer estén proyectados en veintiocho jóvenes bañistas tiene un claro poder simbólico. Whitman está conciente del imaginario con el que juega para descubrir la naturaleza del deseo: los hombres en el agua clara de la corriente y la mujer sola en su mansión designan elementos de renovación y el espacio de la conciencia interior en el lenguaje de los símbolos. Este poema, como todos los de la serie de “Canto a mí mismo”, es una obra maestra.

La traducción es de León Felipe. Realizada en 1941, es todavía la mejor en español del “Canto a mí mismo”. Felipe fue un poeta plenamente identificado con la poética de Whitman y supo reconvertir al español, mejor que nadie, la retórica particular del poeta norteamericano. Aún así, hay que reconocer por qué es una traducción tan controversial. Felipe añade o quita, adapta o incluso reinventa. En la versión original de este poema, por ejemplo, nunca se dice que la mujer sea “virgen”. También, expresiones simples como “young men” y “fine house”, que significan, literalmente, “muchachos” o “casa refinada”, se transforman en “mocetones” y “mansión”, indicando la compulsión de Felipe por depurar el lenguaje prosaico de Whitman (aunque esto también lo hacen todos sus traductores). Pero al comparar varias versiones, yo no tengo ninguna duda en afirmar que Felipe ha sabido recrear mejor que nadie el poder del poema original.


El poema de la semana es seleccionado y comentado por Jorge Ávalos


Para leer más

Whitman, Walt. Canto a mí mismo. Traducción y prólogo de León Felipe. Editorial Losada, México, reedición de 2003.

Sobre el tema de diferencias de traducción: De Jorge Luis Borges a Walt Whitman.

domingo, 1 de julio de 2007

Emma Posada

Gato negro

Alma de duende en cuerpo de sombra. Enjoyada la cabeza, el espinazo interrogante, el paso de seda.

Las campanas desbordan sus doce vinos. Luna en los tejados. Brisa en las ramas deshojantes. La pedrería de los ojos de gato se abrillanta. Espera… La bruja de la escoba, andrajosa y hambrienta no ha de venir ahora; se durmió de cansancio en el campanario del pueblo.

La desesperación en el lomo del gato forma un arco y lanza la flecha de un maullido. Un signo lúgubre se alarga en el silencio.

Gato negro, embriagado de luna. Gato negro, bohemio de los tejados; eco del infierno, silueta de un pecado. Gato negro: seda, sombra y pedrería.

«Llamaron a mi puerta, y por temor a las sombras y a los lobos hambrientos no respondí. ¿Fue el huracán, el amor, o la muerte?», escribió Emma Posada en 1928 en “Desolación”, un texto inusual para su tiempo porque describía un mundo interior de soledad y quieta desesperación.

En 1942, Alberto Guerra Trigueros señaló que, en El Salvador, únicamente Posada (1912-1997) había escrito “poemas en prosa como Dios manda”. Aunque la mayoría de sus textos aparecieron en varias revistas y periódicos en 1930, cuando la autora contaba con 17 años de edad, su único libro fue publicado en 1935, precisamente bajo el título de “Poemas en prosa”. Esa edición original sólo contenía doce poemas; una edición publicada en 1965 por la Dirección de Publicaciones e Impresos incluyó tres más, y aún así no es posible hablar de una escritora con una obra. Pero a pesar de su paso fugaz por las letras salvadoreñas, la influencia de su poesía no puede ser menospreciada. Un enamorado Miguel Ángel Espino escribió el prólogo al breve libro y Claudia Lars la incluyó en su clásica antología de poesía salvadoreña publicada en la revista Cultura (No. 54, San Salvador, diciembre, 1969).

En realidad, sólo un puñado de los textos de Posada son rescatables, especialmente “Desolación”, “Noche mendiga”, “Gato negro” y “Caracol”. ¿Por qué son tan importantes estos cuatro poemas? Las vanguardias llegaron tardíamente a El Salvador. Y la poesía en prosa, aunque tenía algunos practicantes —entre los que sobresalen Julio Enrique Ávila y Alberto Masferrer—, solía limitarse a describir paisajes o situaciones con un tono poético. Posada, en cambio, introduce a nuestras tierras la escritura surrealista, que se distingue en este caso porque las imágenes actúan y ejercen la acción, como en el hipnótico cuadro onírico “Noche mendiga”:

En los telares eternos, las brujas tejen fantasmas para estas noches de invierno. La geometría gris de la tristeza descuelga un arco trágico sobre el lomo del tiempo.
Madre Miseria ríe, piruetea y danza en el circo de las desgracias; en las callejuelas mendigas, los perros hambrientos aúllan hasta hacer rodar sobre las sombras los aros fríos del silencio…
Luna medio apagada, lluvia fina y nerviosa. La ciudad mendiga duerme cubierta con sus harapos. Madre Miseria ronda… y un perro triste lame la luna enferma.

En este sorprendente texto, los verbos descolgar, dormir y lamer, respectivamente, demuestran cómo Posada los utiliza como puntos de equilibrio entre imágenes que podrían ejercer el papel de sustantivo o predicado de la oración. No hay un hilo narrativo ni hay un intento de poetizar la prosa, la cual mantiene una sintaxis de estructura llana, sin un patrón rítmico o un lenguaje preciosista. Pero la carga poética se hace evidente desde el inicio. Cada oración es una imagen autónoma y, como lo demuestra también el poema “Gato negro”, que también condensa la atmósfera de los cuentos de hadas, las imágenes se suman como las cuentas de un collar para configurar un suceso poético.

Las primeras dos décadas del siglo XX, en El Salvador, fue un tiempo dominado por una poesía bucólica y costumbrista, que describía paisajes o cuadros estáticos por medio de metáforas bastante obvias (cuando la apariencia de una cosa es representada con la apariencia de otra, como en Alfredo Espino: “eran mares los cañales”). En sus mejores textos, en cambio, Posada abandona resueltamente la metáfora, de hecho, todas las expectativas de la poesía de su tiempo, para introducir imágenes que no intentan describir la realidad exterior; al contrario, ella busca recrear cómo percibió una intensa experiencia interior en un momento dado, y por medio de imágenes insólitas: “cuerpo de sombra”, “espinazo interrogante”, “la flecha de un aullido”, “geometría gris de la tristeza”, “aros fríos del silencio”.

Aunque ahora parezca extraño admitirlo, en El Salvador el verdadero albor de la vanguardia llegó, accidentalmente, con los poemas entusiastas de una adolescente.


El poema de la semana es seleccionado y comentado por Jorge Ávalos


Para leer más

Emma Posada en Palabra virtual.

Una Antología de poesía felina por Nadia Contreras-Ávalos.